El monstruo la llamó…
̶ ¡Deja ya a la niña y ven! ̶
Ella miró a su hija dormida, tan libre, tan suelta, con los brazos alzados para arriba, parecía que estaba volando. Como le habría gustado volar también, levantó la vista hacía la ventana… “Rejas, ¡malditas rejas!”, pensó angustiada.
Besó la frente de la niña: “Qué pronto se ha dormido…“
̶ ¡Que vengas! ̶ se estremeció al escuchar el grito de nuevo, como si no fuera un grito, sino un latigazo.
Ella bajaba por la escalera, muy lentamente y como siempre contando los peldaños e intentando recomponer el día en su mente: cada hora, cada minuto, qué es lo que ha hecho, qué es lo que ha dicho… de ello dependía lo que iba oír.
“…3, 4, 5… 15, 16…”
Entró al salón.
Ahí estaba él, sentado en el sofá.
Como siempre a oscuras, como siempre con un cigarrillo en la mano y como siempre con un cuenco enorme de chuches delante.
“Tanta azúcar, y para nada…”, pensó ella por enésima vez, no había visto un hombre más amargo en toda su vida.
̶ Siéntate ̶, empezó él con una voz baja, en momentos como estos nunca subía la voz, al revés solía hablar más bajo de lo normal y con una tranquilidad abrumadora. ̶ Ya te había dicho muchas veces y te lo vuelvo a repetir, que sea la última vez que abras tu boca cuando debes estar callada ̶.
̶ ¿Pero qué hecho? Yo no…̶
̶ ¡No me interrumpas! Esta mañana hablaste con mis amigos y mi familia sobre política…̶ Le pareció haber escuchado una carcajada. ̶ ¿Pero cómo te atreves? ¿Quién tú crees que eres, para poder opinar sobre ello? ¿No has visto a mi hermana? Estaba en otra parte, con los niños. Ahí está tu sitio ̶, terminó él casi susurrando… Pero después siguió, convertiendo sus palabras en piedras… ̶ Tú, tú…̶ y seguía, y seguía…
Ella ya no lo escuchaba, su tono, su susurro dominaban en aquella habitación. Las palabras retumbaban en su cabeza sin llegar a determinarse… Sólo algunas de ellas llegaban a sus oídos: “No te atrevas más…Eres una mongola… Te doy de comer a ti y a tu hijo postizo… Te ahorras el alquiler…” Al escuchar “te quito a la niña” y “sabes quién soy yo y ¿quién eres tú?”, ella levantó la cabeza. Le miró a los ojos. Estaba mirando a su cara, veía moverse sus labios. Intentaba ver algo de ser humano en él… Pero sólo sentía un frío desolador, que la hacía temblar y el humo del cigarrillo, que la asfixiaba…
Llegó el momento en que él dejó de hablar y la tiró en el sofá. Ella ya sabía que lo mejor que podía hacer, es no resistir, solo cerrar los ojos e imaginar que no era ella, sino alguien a quien no conoce…
Él, después de “cumplir”, encendió un cigarrillo nuevo, y con la boca torcida por una ligera sonrisa de un toro semental le dejó que se fuera.
Ella subía por la escalera contando como siempre los peldaños y odiándose a sí misma.
“15, 16…” Entró al dormitorio.
Se acostó al lado de la niña. “Mejor me hubiera pegado”, pensó.
Miró a la ventana, a las rejas. Cerró los ojos.
“Algún día,…algún día…”.
Febrero 2019
©Natalia Koer
¡Triste y aberrante historia! ¿Pero no piensas que lo que relatas, lamentable y posiblemente con distintos matices, puede estar sucediendo en algún lugar de este mundo tan enfermo? Un cálido saludo.
Me gustaMe gusta
Hola Amigo! No solo lo pienso, lo sé con certeza, por desgracia. Pero espero que algún día llegará wl momento que historias asi se quedarán absoletas y solo se convertirán en eso, en simples historias, nada más! Gracias por tu apoyo! Un saludo!
Me gustaMe gusta