Él llegaba como siempre, muy puntal, a las 8:30.
Se sentaba en la mesa de la esquina de la terraza del bar, siempre dando la espalda a los demás, pedía un café solo y encendía un cigarrillo, a veces traía el periódico pero nunca lo leía.
Aquella mesa normalmente no se ocupaba a esas horas por su cercanía a la carretera y porque la acera de al lado de la terraza era tan estrecha que las madres que solían pasar por ahí para llevar los niños al colegio, molestaban continuamente al quien estaba sentado en ella.
Pero allí estaba él, cada mañana, a las ocho y media, con su café solo, sin azúcar.
Las madres pasaban por delante de él, algunas con los carritos con los bebes y entonces, él dejaba el café, se levantaba y les ayudaba con el carro, muy amable pero callado y con la expresión muy seria e incluso distante que no daba lugar a ningún diálogo en aquel momento.
Él tomaba su café dando unos pequeños sorbos, a veces giraba la cabeza para mirar a las personas que ocupaban las mesas cercanas, a veces saludaba a algunos. Era un bar de pueblo, muy pintoresco y muy ruidoso, todos se conocían… Pero él parecía ausente, no parecía ni del pueblo, siempre tan bien vestido, con traje, muy repeinado… Aparentemente solo le interesaba su café, cuando levantaba su mano para acercar el cigarrillo a la boca, miraba de reojo el reloj de la muñeca, a veces se tocaba el nudo de la corbata, como si quisiera aflojarla.
Él esperaba…
Y justo cuando daba el último sorbo, aparecía ella, a la que ansiaba ver cada mañana, aunque él no entendía por qué, pues, no era nada romántico.
Ella como siempre iba corriendo, tirando con una mano del carro con la peque y con otra del niño… A primera vista no tenía nada especial, se notaba que no era de aquí, al igual que él, parecía diferente de los demás, o por su manera de vestir, o por su manera de hablar con los hijos, o por lo rubia que era…
Él dejaba la taza nada más verla y se levantaba exactamente en el momento que ella se acercarse a su mesa.
Igual que con las demás le ayudaba pasar el bache apartando su silla, igual que con las demás estaba callado y distante. Sólo la expresión de sus ojos, de sus labios y la rapidez con la que se levantaba le traicionaban en su intento de esconderse tras su impasible apariencia. Por un instante parecía hasta más joven, justo en ese momento cuando ella le daba las gracias mirándole directamente a los ojos. Le daba las gracias y seguía por su camino sin apenas pensar en él ni si quiera dando se cuenta que él se quedaba de pie mirando como ella se aleja.
Entonces, él llamaba al camarero, le indicaba con la mano que le había dejado las monedas al lado de la taza de café vacía y se marchaba.
Se marchaba, para volver al día siguiente.
©Natalia Koer